Rodrigo Roher: No es país para niños
No es país para niños
Avatar de la estupidez pasada
Presumo y siento orgullo de haberme criado en un lugar como Ciudad Rodrigo. Ciudad Rodrigo es un precioso pueblo histórico y monumental de la provincia de Salamanca, al oeste de la península ibérica, que se encuentra muy cercano a la frontera con Portugal. Poco más de veinte kilómetros nos separan a los mirobrigenses de Vilar Formoso, el primer pueblo portugués que encontramos al cruzarla. En los años 80 y 90, cuando aún existían los exhaustivos controles fronterizos en Europa, la cola de coches en la nacional (N-620) era tal que, en ocasiones, llegaba hasta la mismísima puerta de mi casa, sobre todo durante los meses de julio y agosto, y no digamos ya los sábados de mercadillo. Recuerdo aquellas largas colas que hacían las veces de cordón umbilical entre los dos países, mientras jugaba con mis amigos de infancia a elegir y soñar con poseer alguno de los fabulosos coches con matrículas francesas, belgas o suizas.
En aquella época, recorrer esos veintipoco kilómetros se convertía en una auténtica odisea no exenta de peligro. No en vano, ese corto trayecto era conocido como la “carretera de la muerte” o “la nacional de los portugueses”. Hoy día, gracias a la autovía de Castilla (A-62), este trayecto es un agradable paseo con poco tráfico y que se recorre en pocos minutos. Por aquel entonces, y pese a la N-620, los portugueses venían a por artículos de lujo a España, y nosotros les devolvíamos la visita en búsqueda de la ganga en forma de toallas, calcetines, bragas, calzoncillos, ajuar, alcohol y tabaco.
Mi padre fue uno de los peluqueros más reputados de la comarca y no eran pocos los clientes lusos que tenía. Quizás por eso le encantaba chapurrear el portugués. En realidad, él siempre creyó que dominaba la lengua de Pessoa, y que eran los otros los que no le entendían. No sé si era por practicar el idioma, o porque quizás mi padre entonces veía la Portugal que a día de hoy yo veo, pero el caso es que tenía la mala costumbre -para mí- de querer cruzar la frontera muchos domingos o festivos. Los sábados al mediodía yo temía que llegara el momento de la muy recurrente pregunta a la hora de la comida: ¿Vamos mañana a Portugal? Odiaba ese momento. Todos mis planes para el domingo se iban al garete. Yo no tenía decisión alguna. Para mí significaba: Mañana vamos a Portugal. Me esperaban largos y tediosos paseos por las localidades lusas de Guarda, Almeida, Coímbra, Viseu o por la Serra da Estrela. Mientras, mis amigos se lo pasarían de lo lindo jugando en la calle al pico zorro zaina, al buche, a las chapas, a las canicas o vaya usted a saber.
Portugal me parecía profundamente triste y fea. Decadente. Entonces no sabía ni quería mirarla. La gente no me gustaba y además no les entendía ni papa. Los miraba con ese aire de condescendencia y cierta superioridad con la que siempre hemos mirado los españoles a nuestros vecinos portugueses. Al Igual que nos miraba el primo que regresaba al pueblo los veranos después de emigrar a Suiza habiendo “triunfado”, o al menos eso parecía viendo los carrazos que traía, en su mayoría Mercedes. “La mujer que se llame como quiera, pero el coche Mercedes”, decían los niños mayores del barrio. Siempre hemos mirado a Portugal como si de una prima pobre y feuchilla se tratara. Con cierto cariño, por aquello de la familiaridad, pero con un cierto tufillo a superioridad. Y es que, como decía Fernando Pessoa: “odiamos lo que casi somos”.
Creo que en los mismos portugueses esa visión tergiversada de la realidad ha calado y ven en sus vecinos españoles un ejemplo de lo que ellos deberían o quieren ser.
Tan solo guardo un grato recuerdo de aquellos viajes que aún hoy perdura, cuando llegaba la hora de comer y mis padres me dejaban pedir mi plato favorito de la gastronomía portuguesa: El Bacalhau à Brás.
En cuanto llegó mi etapa adolescente, mis padres confiaban en que me podía quedar solo en casa sin peligro y empecé a declinar la invitación de los sábados al mediodía.
Pasaron los años. Volví a Portugal. Era la misma. Pero mi forma de mirarla había cambiado radicalmente. Descubrí un lugar nuevo del que me enamoré inmediatamente. Era como el cuento del patito feo que se convierte en un precioso cisne. Dice Saramago con respecto a Lisboa (cita que bien podría hacerse extensible al resto de Portugal): “El chirriar de las traviesas al paso del tranvía, las coladas multicolor tendidas al sol atlántico sobre fachadas de azulejos, un paisaje vital urbano donde caben el orgullo de las colonias perdidas y, en cualquier esquina, un edificio bellísimo y abandonado que recuerda el tiempo en que tampoco en Portugal se ponía jamás el sol, inspiran la vena creativa y literaria de cualquiera, cuanto más de los más grandes escritores que han caído enamorados de la ciudad.”
Saramago da en el clavo. Portugal inspira la vena creativa de casi cualquiera. Personalmente hay pocos lugares que me inspiren tanto. En cada rincón, en cada esquina, en cada rostro veo belleza e imágenes que me piden ser capturadas. Las fotografías que ilustran estas páginas han sido realizadas durante varias visitas entre 2013 y 2022. Estos viajes siempre han sido casuales, de ocio. Nunca con la intención de realizar un trabajo fotográfico ad hoc, sino más bien con la necesidad de recuperar y disfrutar del tiempo perdido. Tengo una deuda fotográfica con Portugal: adentrarme de norte a sur, desde el Douro al Guadiana, pasando por el Tejo, en busca de esos rostros y rincones atemporales de la Portugal “vaciada” y misteriosa, en busca de esas gentes de “extrema antigüedad” de las que habla Saramago.
Decía Miguel de Unamuno en su libro Por tierras de Portugal y España:
“Represéntame Portugal como una hermosa y dulce muchacha campesina que de espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma de las gemebundas olas se los baña, los codos hincados en las rodillas y la cara entre las manos, mira cómo el sol se pone en las aguas infinitas. Porque para Portugal el sol no nace nunca: muere siempre en el mar que fue teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.”
Se equivocaba y de qué manera Unamuno en eso de que “para Portugal el sol no nace nunca”. Nace y muere a diario de la manera más bella posible a ritmo de fado.
Acerca de Rodrigo Roher:
Me crié en Ciudad Rodrigo y con dieciocho años llegué a Salamanca donde estudié Trabajo Social y Comunicación Audiovisual en la USAL.
Con veintitrés me mudé e instalé en Madrid. Aquí sigo. Comencé Bellas Artes en la Complutense. En tercero lo dejé, un rollo muy largo de contar.
Retomé estudios artísticos recientemente, ahora con el Grado de Artes de la UOC. Aquí sigo. En 2009 llega a mí la fotografía de calle y documental. Desde entonces, gracias a ésta, muestro mi manera de ver el mundo. Mi mundo. Y aquí sigo.
Equipo:
Cámaras: Fujifilm X-E2, X-E3, X-E4, XF10, X-70, X-Pro2, X-T1, X-T5
Óptica: Fujinon XF 18mm f1, 23mm f2.0, 27mm f2.8, 35mm f2.0, 18mm 2.8, 33mm f1.4, 56mm f1.2, 18-55mm f2.8
Enlaces: