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Danila Tkachenko

Ganador del premio European Publishers Award for Photography de 2015, este proyecto fotográfico hace referencia a la lucha utópica de los seres humanos por alcanzar el progreso tecnológico. 

El jueves pasado les expliqué a algunos de ustedes los principios de la máquina del tiempo, y les mostré el aparato incompleto en el taller. Lo cierto es que ahora está un poco desgastada por el viaje, una de las barras de marfil está rajada y una barra de latón está torcida, pero el resto está bastante entero.

Esperaba terminarla el viernes, sin embargo, cuando la tenía prácticamente montada, me di cuenta de que a una de las barras de níquel le faltaban más de dos centímetros, y tuve que mandarla a que la rehicieran, así que el aparato no estuvo completo hasta esta mañana. Eran las diez en punto del día de hoy cuando la primera máquina del tiempo empezó su andadura. Le di el último toque, comprobé todas las tuercas, puse una gota más de aceite en la barra de cuarzo y me senté en la silla. Supongo que un suicida, en el momento de llevarse una pistola a la sien, estará tan intrigado por lo que va a ocurrir como lo estaba yo entonces.

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Agarré la palanca de inicio con una mano y la de parada con la otra, empujé la primera y, casi de inmediato, la segunda. Me pareció que daba vueltas, me dio la impresión de que me caía, como en una pesadilla, y, mirando a mi alrededor, vi el laboratorio exactamente igual que antes. ¿Había ocurrido algo? Por un instante sospeché que mi intelecto me había engañado. Entonces me fijé en el reloj. Un segundo antes, me había parecido, marcaba las diez y un minuto o dos, ¡y ahora eran casi las tres y media!

© Danila Tkachenko

Tomé aliento, apreté la mandíbula, agarré la palanca de inicio con ambas manos y salí disparado con un ruido sordo. El laboratorio se volvió borroso y se oscureció.

La señora Watchett entró y se dirigió, al parecer sin verme, hacia la puerta del jardín. Supongo que tardó un minuto o así en cruzar la habitación, pero me pareció que iba disparada como un cohete. Empujé la palanca hasta el final. Se hizo de noche como si hubieran apagado una lámpara, y al momento se hizo de día otra vez. El laboratorio se volvió vago y borroso, y luego fue desvaneciéndose cada vez más.

Oscureció hasta mañana por la noche, luego se hizo otra vez de día, otra vez de noche, de día otra vez, cada vez más rápido. Un murmullo se arremolinaba en mis oídos, y se apoderó de mí un estado de confusión extraño y mudo. Temo que no puedo transmitir las sensaciones particulares del viaje en el tiempo. Son demasiado desagradables. Se produce una sensación exactamente igual a la que se tiene en una montaña rusa, ¡de movimiento precipitado e inevitable! Sentí la misma expectativa horrible de choque inminente.

© Danila Tkachenko

Al aumentar el ritmo, la noche seguía al día como el aleteo de un ala negra. El débil indicio del laboratorio parecía apartarse de mí, y vi que el sol corría a toda velocidad por el cielo, saltando a cada minuto, y cada minuto señalaba un día. Supuse que el laboratorio había quedado destruido y había salido al aire libre. Me pareció ver un andamio, pero ya iba demasiado rápido para ser consciente de ningún elemento móvil. El caracol más lento que pasara arrastrándose iría demasiado acelerado para mí. La sucesión centellante de oscuridad y luz me hacía demasiado daño a la vista. Entonces, en las oscuridades intermitentes, vi que la luna completaba a toda velocidad sus cuartos y pasaba de nueva a llena, y me pareció atisbar las estrellas que la rodeaban. En ese momento, al seguir avanzando, todavía ganando velocidad, la palpitación del día y la noche se fundió en un solo gris continuo; el cielo adoptó una maravillosa profundidad azul, un color espléndido y luminoso como el del comienzo del anochecer; el sol que se agitaba se convirtió en un rayo de fuego, un arco brillante en el espacio; la luna, en una franja fluctuante aún más imprecisa, y ya no veía las estrellas salvo uno que otro círculo brillante que parpadeaba sobre el fondo azul. El paisaje era neblinoso e indefinido.

Yo seguía en la colina sobre la que ahora se asienta esta casa, y el saliente se alzaba por encima de mí, desdibujado en gris. Vi crecer algunos árboles, que cambiaban como nubes de vapor, ahora marrones, ahora verdes; crecían, se extendían, se estremecían y morían. Vi edificios enormes alzarse tenues y hermosos, y pasar como sueños. La superficie entera de la Tierra parecía cambiada, fundiéndose y fluyendo bajo mis ojos.

© Danila Tkachenko

Las manecillas de los contadores que registraban mi velocidad corrían cada vez más. En ese momento noté que el cinturón solar oscilaba arriba y abajo, de solsticio en solsticio, en menos de un minuto, por tanto mi ritmo era de más de un año por minuto, y a cada minuto la nieve blanca centelleaba a través del mundo y desaparecía, seguida de un verde luminoso y breve de primavera. Las sensaciones desagradables del comienzo ya resultaban menos agudas, y acabaron confluyendo en una especie de euforia histérica.

Noté una oscilación torpe e intensa de la máquina que no era capaz de explicarme, pero estaba demasiado confundido para prestarle atención, así que, llevado por una especie de locura, me lancé hacia el futuro. Al principio apenas me planteé detenerme, apenas pensaba en nada salvo en estas nuevas sensaciones, pero en ese momento una nueva sucesión de impresiones surgió en mi mente —cierta curiosidad y, con ella, cierto temor—, hasta que acabaron apoderándose de mí. ¿Qué extraños progresos de la humanidad, qué avances maravillosos respecto a nuestra civilización rudimentaria, pensé, no aparecerían cuando me parara a mirar el mundo vago y fugaz que corría y fluctuaba ante mis ojos? Vi una construcción majestuosa y espléndida alzándose a mi alrededor, más descomunal que cualquiera de los edificios de nuestra época, y que aun así parecía hecha de brillo y neblina. Vi un verde muy intenso remontando la ladera, y permanecer en ella sin que hubiera ningún intervalo invernal. Incluso a través del velo de mi confusión la Tierra parecía muy hermosa.

© Danila Tkachenko

Y así fue como mi mente decidió parar. El riesgo más peculiar radicaba en la posibilidad de encontrar alguna sustancia en el espacio que la máquina o yo ocupáramos. Mientras viajara a gran velocidad a través del tiempo, este asunto apenas importaba ya que me hallaba, por así decirlo, atenuado, me desplazaba como el vapor a través de los intersticios de las sustancias que se interpusieran. Pero si me detenía me introduciría, molécula a molécula, en lo que se encontrara en mi camino; mis átomos entrarían en contacto con los del obstáculo de tal modo que se produciría una reacción química profunda, posiblemente una explosión de largo alcance, de modo que mi aparato y yo explotaríamos y saldríamos disparados fuera de todas las dimensiones posibles, hacia lo desconocido.

Había recordado esta posibilidad una y otra vez mientras construía la máquina, pero entonces la había aceptado alegremente como un riesgo inevitable, ¡como uno de los riesgos que el hombre tiene que correr! Ahora que el riesgo era seguro, ya no lo veía con la misma alegría. Lo cierto es que, sin darme cuenta, la extrañeza absoluta de todo, las vibraciones y los balanceos compulsivos de la máquina y, sobre todo, la sensación de estar cayendo sin parar me habían alterado totalmente los nervios. Me dije que no podría detenerme nunca, y en un arranque de mal genio decidí parar de inmediato. Como un estúpido impaciente, empujé la palanca hasta el final y el aparato se puso a dar vueltas precipitadamente, por lo que salí disparado de cabeza. Oí un trueno. Debí de quedarme pasmado un instante. Una implacable granizada silbaba a mi alrededor, y me hallaba sentado sobre hierba blanda delante de la máquina, volcada. Todo parecía gris aún, pero en ese momento me percaté de que la confusión que notaban mis oídos había desaparecido. Miré a mi alrededor. Me encontraba en lo que parecía el pequeño pedazo de césped de un jardín, rodeado de arbustos de rododendros, y me fijé en que sus flores malva y púrpura caían como gotas de lluvia debido al golpeteo del granizo, que rebotaba y bailaba, procedente de una nube situada encima de la máquina, y barría la tierra como si fuera humo.

© Danila Tkachenko

Enseguida estuve calado hasta los huesos. “Menuda hospitalidad con un hombre que ha viajado durante incontables años para veros”, comenté. En ese momento pensé en lo estúpido que era por mojarme. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Una figura colosal, al parecer tallada en piedra blanca, se alzaba indefinida más allá de los rododendros a través del brumoso aguacero, pero el resto de lo que pudiera haber en aquel mundo resultaba invisible. Me costaría describir lo que sentía. Cuando las columnas de granizo se fueron diluyendo, vi la figura blanca con más claridad. Era muy grande, pues un abedul plateado solo le alcanzaba el hombro. Era de mármol blanco, y parecía una esfinge alada, pero las alas, en vez de llevarlas verticales a los lados, las tenía extendidas, como si planeara cernerse.

El pedestal, que me dio la impresión de que era de bronce, estaba cubierto de verdín. Quiso el azar que el rostro estuviera orientado hacia mí; sus ojos vacíos parecían vigilarme, y se dibujaba una débil sonrisa en sus labios. Estaba muy erosionada, lo que le confería un desagradable aspecto enfermizo. Me quedé mirándola, no mucho rato, medio minuto, quizá, o media hora. Parecía avanzar y retroceder según si el granizo que caía ante ella se volvía más denso o más fino. Acabé apartando la mirada un instante, y vi que la cortina de granizo se había deshilachado y que el cielo se estaba iluminando con la promesa del sol. Volví a alzar la vista hacia la figura blanca agachada, y de repente comprendí la temeridad absoluta que representaba mi viaje. ¿Qué aparecería cuando la cortina brumosa se hubiera retirado del todo? ¿Qué no debía de haberles ocurrido a los hombres? ¿Y si la crueldad había devenido una pasión común? ¿Y si en ese intervalo de tiempo la raza humana había perdido su humanidad y había pasado a ser algo inhumano, adverso y dotado de un poder abrumador? Puede que yo le pareciera un antiguo animal salvaje, de los más espantosos y repugnantes para nuestros semejantes, una criatura asquerosa a la que eliminar sin miramientos.

© Danila Tkachenko

Empecé a ver otras formas descomunales, edificios enormes con parapetos complicados y columnas elevadas, mientras se me aparecía una ladera boscosa al aminorar la tormenta. Me entró un ataque de pánico. Me volví, frenético, hacia la máquina del tiempo y traté de volver a ponerla en pie. Mientras, los rayos del sol atravesaron la tormenta. Se apartó el aguacero gris y se desvaneció como las ropas que arrastra un fantasma. Por encima de mí, en el azul intenso del cielo veraniego, los restos débiles y marrones de unas nubes se arremolinaron hacia la nada. Cerca de mí, los grandes edificios se destacaban, claros y nítidos, brillaban con la humedad de la tormenta y resaltaban en blanco debido al granizo sin fundir apilado en su camino.

© Danila Tkachenko

Me sentí desnudo en un mundo extraño. Me sentí como quizá se siente un pájaro en el aire despejado, a sabiendas de que el halcón lo sobrevuela y se abatirá sobre él. Mi miedo se convirtió en frenesí, tomé aire, apreté los dientes y volví a forcejear con la máquina, presionando con la muñeca y la rodilla. Cedió a mi esfuerzo desesperado y se dio la vuelta, golpeándome violentamente. Con una mano en el asiento y la otra en la palanca, me quedé de pie jadeando, dispuesto a volver a montarme. Pero al replantearme una pronta retirada recuperé el coraje. Miré con más curiosidad y menos temor en dirección al mundo del futuro remoto.

Texto: H. G. Wells de La máquina del Tiempo.


 

Acerca del Autor:

Danila Tkachenko nació en Moscú en 1989. En 2010 se matriculó en News, una escuela de fotoperiodismo. En 2014 continuó su formación en la Rodchenko Moscow School of Photography and Multimedia, donde cursó sus estudios en el departamento de fotografía documental, bajo la dirección de Valeri Nistratov. Ese mismo año obtuvo el premio del World Press Photo, en la categoría de Retratos, con una serie de imágenes de ermitaños que vivían en la naturaleza, en Rusia. Este trabajo, publicado en forma de libro bajo el título Escape (Peperoni Books, Berlín), recibió elogios a nivel internacional.

En 2015, con tan solo 25 años de edad, Tkachenko ganó varios grandes premios europeos, entre ellos el Magnum Photos 30 under 30, el Burn Magazine’s Emerging Photographer Fund Grant, el Foam Talent, el CENTER Choice Award (en la categoría de selección del director), el LensCulture Exposure Award (en la categoría Series) y el European Publishers Award for Photography (EPAP). Sus exposiciones más destacadas incluyen «Escape», durante el mes de la fotografía de 2014 en Berlín, y en las Gallery of Classic Photography y Pechersky Gallery, ambas en Moscú, en 2015. «Restricted Areas» también se expuso en la Galleria del Cembalo, en Roma, durante la exhibición Soviet Stories.

Las fotografías de Danila Tkachenko han aparecido en numerosas revistas y diarios internacionales, entre ellos National Geographic, The Washington Post, The Guardian, BBC Culture, Wired, GUP Magazine, IMA Magazine y VICE. Danila Tkachenko vive y trabaja en Moscú.

Sitios Web:

Blume.net

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© 2019 Caption Magazine. ISSN 0716-0879