Miquel Dewever-Plana: Vale un Potosí

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Vale un Potosí

Fotografías de Miquel Dewever-Plana

Texto: Pascale Absi

 

 

Los conquistadores perseguían El Dorado; a más de 4.000 metros de altura, en el corazón de la cordillera de los Andes, encontraron Potosí. Desflorada por los españoles en 1545, su montaña, la bien llamada Cerro Rico, desveló la mayor reserva de plata del mundo. Entre los siglos XVI y XIX, su metal irrigó las economías europeas, promovió la capitalización previa a la Revolución Industrial y provocó la sustitución del oro por la plata en el sistema monetario internacional. «Las minas de Potosí fueran poco para pagarte», le dijo Don Quijote a Sancho Panza, lo que dio origen a la expresión «Vale un potosí».

Durante la festividad del “Jueves de los Comperes” (unos días después del carnaval), se coloca en el suelo un trozo de mineral de buena calidad y se lo adora como una divinidad para alentar a la Pachamama (Madre Tierra) a generar aún más mineral. Los mineros rezan, cubiertos de cotillón y serpentinas, y ofrecen libaciones a sus galerías, a sus herramientas de trabajo y al “Tío”. © Miquel Dewever-Plana

La explotación de la montaña también alteró la vida de las poblaciones indígenas, que descubrieron el trabajo asalariado y la economía mercantil a través del tributo monetario, el comercio y el trabajo forzoso. Anteriormente, en esta parte de los Andes, no había moneda ni ferias comparables a las del México prehispánico. Antes de llenar los bolsillos y cofres, la plata y el oro eran bienes sagrados preciosos, asociados con la Luna y el Sol y reservados para los dioses y las élites a las cuales acompañaban en sus tumbas.

Los españoles no descubrieron Potosí como tampoco América. Si las crónicas coloniales relatan su heroica llegada a un desierto hostil, es porque esta leyenda les permitió aliarse imaginativamente con la divina providencia. Ahora se sabe que el territorio del actual Potosí pertenecía a cacicazgos regionales que acababan de ser anexionados por el Imperio inca. Tanto los unos como los otros conocían bien las riquezas de la montaña: fueron ellos que se las revelaron a los españoles durante las negociaciones que siguieron a la conquista.

Efraín Oros y Alberto Miranda vacían el mineral del piso superior a través de un conducto. El polvo de sílice que respiran los mineros provoca silicosis, una enfermedad pulmonar incurable y causa de muerte prematura. © Miquel Dewever-Plana

Del trabajo forzoso a los obreros de la República

Lo que siguió se conoce. Para despojar la montaña, los administradores españoles organizaron la migración forzada de cientos de miles de campesinos indígenas, a veces de provincias lejanas del actual Perú, a más de dos meses de marcha. Su tarea, la mit’a, duraba un año. En Potosí, los hombres se repartían entre las minas y los molinos, donde la semana laboral alternaba con dos semanas de descanso. Las condiciones de trabajo eran espantosas. Por todas partes, la muerte acechaba a los mitayos en las galerías donde estaban encerrados día y noche, pero también en los molinos con vapores de mercurio particularmente mortíferos. Para compensar su baja remuneración, en los días de descanso muchos mitayos trabajaban como mineros jornaleros. Los domingos, todos se reunían para oír misa. Las pinturas de las iglesias y las homilías en lenguas nativas relataban a los nativos los horrores del infierno que aguardaban a las almas paganas. Sin embargo, al final de su año de trabajo forzoso, muchos preferían quedarse en Potosí, y abandonaban sus aldeas para escapar del siguiente reclutamiento. La obligación de la mit’a duró casi doscientos cincuenta años, hasta las guerras de independencia a principios del siglo XIX.

A los pies del Cerro, dejando al margen las chozas de los barrios indígenas, emergió al poco tiempo una ciudad opulenta, más poblada que muchas capitales europeas, cuyos campanarios, tesoros eclesiásticos y casas patricias siguen reflejando hasta hoy su esplendor colonial. Más de cuatrocientos años antes de ser reconocida como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987, Potosí recibió el título de Ciudad Imperial de manos de su soberano, el rey Carlos V.

Ya antes de que se acabaran la mit’a y las guerras de liberación que dieron origen a la República de Bolivia, se habían agotado las venas más ricas y accesibles. La explotación de la plata decayó y Potosí se adormeció.

La ciudad se despertó abruptamente a principios del siglo XX bajo el impacto del boom del estaño. La industrialización y, posteriormente, las guerras mundiales propiciaron el estallido de la demanda. Bolivia tenía enormes reservas de estaño, al igual que el Cerro Rico. Durante gran parte del siglo XX, el país fue el segundo productor mundial. Tres grandes propietarios mineros, apodados «los barones del estaño», compartieron el pastel. Bolivia acababa de entrar en la era del capitalismo industrial moderno. Las grandes explotaciones se electrificaron y se mecanizaron.

Ya para la década de 1920, los martillos neumáticos sustituyeron a los barrenos y las mulas dieron paso a las locomotoras para tirar los vagones. Las máquinas importadas de Europa y Estados Unidos transformaron los ingenios en modernas plantas de procesamiento de mineral. Cien años después, las cooperativas de Potosí no han logrado alcanzar un nivel tan alto de mecanización.

Para estabilizar la mano de obra, los patrones construyeron campamentos, escuelas y hospitales. Los antiguos campesinos se convirtieron en proletarios, en sindicalistas también. Influenciados por el marxismo y el anarquismo, los primeros sindicatos de la década de 1930 no solo exigieron salarios más justos y mejores condiciones de trabajo. Rechazaban la relación capital-trabajo y la todopoderosa oligarquía minera que hacía y deshacía en el palacio presidencial y disponía del ejército para reprimir las revueltas obreras con sangre. En 1952, los mineros lideraron la revolución que destronó a los grandes mineros y terratenientes. Esta desembocó en la instauración del sufragio universal —antes el voto estaba prohibido para las mujeres y los indígenas—, la reforma agraria, el fin de las faenas campesinas en favor de los latifundistas y la generalización de la escolarización. Los «barones del estaño» fueron expropiados y las minas, nacionalizadas. Sus trabajadores fueron recontratados por la COMIBOL (Corporación Minera de Bolivia), una empresa estatal, cuyos trabajadores fundaron y dirigieron la poderosa Central Obrera Boliviana.

 

Las Cooperativas mineras

La COMIBOL concentró sus operaciones en las galerías más rentables. En Potosí, solo dos o tres grandes minas fueron explotadas por el Estado. Las otras se dieron en concesiones a asociaciones de mineros quienes explotaban las minas marginales a su propio riesgo a cambio de un porcentaje de su producción. Inicialmente denominados sindicatos de q’aqchas (del quechua, «mineros libres», en contraposición a los obreros), las asociaciones tomaron el nombre de cooperativas en la década de 1960, sin transformar su organización.

Las cooperativas mineras permiten a sus miembros el acceso a las concesiones que reciben del Estado y a la infraestructura colectiva (ingenio procesador, compresores, vagones, etc.), pero no organizan la producción. A cambio de una cuota de entrada y un porcentaje de sus ganancias, cada socio elige su paraje de trabajo en una de las minas de la cooperativa. La explota como quiere, con sus propias herramientas y como única remuneración, los beneficios de su producción personal. También son los socios los que tienen la enorme responsabilidad de anticipar la trayectoria de las vetas que aparecen, desaparecen y se retuercen al antojo de la montaña. Cuando la producción lo permite, contratan jornaleros o trabajadores a destajo para las tareas menos especializadas, o bien «segundas manos» más experimentadas y remuneradas según el beneficio. Cuando el mineral y los precios son buenos, los socios prosperan. Cuando la producción se derrumba o hay que excavar una nueva galería antes de producir, soportan personalmente las pérdidas.

Desde su creación, el método de producción no planificado y artesanal de las cooperativas mineras ha sido tildado de depredador e irracional. Acusadas de encubrir a pequeños empresarios, las cooperativas se separaron de los sindicatos obreros a partir de la década de 1960. Sin embargo, siguen siendo un socio esencial para el Estado boliviano que subcontrata a las cooperativas gran parte de la producción minera. Cuando las cotizaciones de los minerales son altas, las cooperativas contribuyen a la creación de divisas y empleos. Durante las crisis, los cooperativistas se aprietan el cinturón, a veces incluso trabajan con pérdidas, pero siguen produciendo y absorbiendo una fuerza de trabajo que no tiene otra opción que unirse a sus filas o fundar otras cooperativas. Esto es lo que sucedió cuando la COMIBOL terminó dramáticamente casi todas sus operaciones.

Los mineros potosinos consideran a su montaña como una mujer a la que desfloran con su trabajo, fertilizan con sus ofrendas y cuyo mineral dan a luz cada día. © Miquel Dewever-Plana

Nos situamos a mediados de la década de 1980. Mientras que el estaño boliviano se enfrenta a la competencia de explotaciones más rentables, las cotizaciones de los minerales se desploman. En medio de la ola neoliberal, el FMI pidió a Bolivia que negociara su deuda a cambio del desmantelamiento del aparato productivo del Estado en favor del capital internacional. Más de 20.000 mineros del Estado se ven abandonados a su suerte. Muchos se exiliaron en Argentina y en los valles productores de hojas de coca, donde el presidente Evo Morales dejó su huella como sindicalista; otros se incorporaron a las cooperativas. En las minas, los trabajadores intensificaron sus esfuerzos para compensar la falta de rentabilidad. Las jornadas de trabajo se volvieron cada vez más largas; para ahorrar dinamita, las nuevas galerías solo permitían arrastrarse. La mayoría de los mineros trabajaban solos, con martillos y barrenos, y trasladaban el mineral sobre sus espaldas. En las laderas de la montaña, mujeres y hombres recogían los residuos de la explotación del interior de la mina.

A principios de la década de 1990, Potosí era una ciudad devastada. Pero los trabajadores no perdieron la esperanza; conocían la versatilidad del mercado. El futuro les dará la razón: a principios de la década de 2000, impulsados por la demanda china e india, despegan los precios del zinc y del plomo. Incluso el estaño vuelve a ser rentable. Una vez más, la variedad de sus vetas permitió al Cerro Rico atravesar la historia. En los ingenios, los avances tecnológicos favorecen el refinamiento de minerales que antes eran inutilizables. Solo una purificación sumaria tiene lugar en Bolivia, el resto se efectúa en el extranjero, en Asia, Norteamérica y Europa.

Sin embargo, en ausencia de medidas y regulaciones ambientales, la contaminación permanece en Potosí. Los residuos de la explotación se extienden a cielo abierto, las aguas ácidas, los metales pesados y el arsénico se infiltran en los suelos, ríos y capas freáticas, y así contaminan todo lo que la población de la región respira, bebe, cultiva y come.

En las últimas décadas, las cooperativas se han apropiado, a la fuerza, de la mayor parte de las explotaciones y de las infraestructuras de la antigua mina estatal. Su número y el de sus trabajadores han explotado literalmente en la cordillera, también en el piedemonte, en busca de oro.

En 2020 existen alrededor de 120.000 socios cooperativistas en más de 1.800 cooperativas, de las cuales hay, en Potosí, unas 30, con unos 6.000 a 8.000 socios. Algunas cooperativas tienen menos de 30 trabajadores, otras, varios miles. Con el último auge minero, la producción cooperativista se ha mecanizado en parte, pero sigue confinada a los yacimientos más marginales. Si bien las cooperativas emplean a más del 90 por ciento de los trabajadores mineros, su producción no supera del 10 al 15 por ciento del total del país; lo demás está monopolizado por empresas privadas, nacionales y multinacionales, que emplean mucho menos mano de obra. En la actualidad, como en el pasado, entre los trabajadores, sus familias y los empleos asociados, las cooperativas son el principal mecanismo de la redistribución directa de la riqueza minera.

Los mineros fotografiados por Miquel Dewever-Plana están todos obsesionados con el mismo sueño: encontrar una buena veta y, quién sabe, incluso volverse ricos. En la mina, este sueño tiene un nombre y un rostro: el Tío, el diabólico dueño de las vetas que, desde las profundidades de la montaña, negocia con el mercado internacional de materias primas.

Pascale Absi
– Antropóloga e Investigadora del Instituto de Investigación para el Desarrollo (IRD-Francia)


Acerca del Autor:

Miquel Dewever-Plana comenzó a estudiar bioquímica antes de viajar por Centroamérica. Desde mediados de la década de 1990 comparte la vida cotidiana de las comunidades indígenas. Es autor del libro La otra guerra, publicado por Bec en L’air.

Está representado por la agencia VU. Alma, hija de la violencia, un webdocumental que dirigió con Isabelle Fougère, ganó la Visa de Oro 2013 para el webdocumental.

Entre 2013 y 2015, el fotógrafo permaneció varios meses en las aldeas interiores de Tahluwen, en los países Wayana y Camopi, Teko y Wayãpi.

Miquel trastoca los códigos, los de la fotografía antropométrica del siglo XIX, para la que el retrato era una ventana al alma humana, pero el de los “otros”, los delincuentes, los enfermos, los “salvajes”, revelando una sociedad que creía poder priorizar a los hombres en clases, categorías. y… carreras.

Links: 

blume.net/fotografia/2009-vale-un-potosi-9788417757854.html

www.miquel-dewever-plana.com

@miquel.dewever.plana

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© 2019 Caption Magazine. ISSN 0716-0879