Diálogos con el misterio
Por Paula Aranoa
Este proyecto trata de mi relación con el misterio en la vida cotidiana. Un misterio que asoma sin estridencias y habla bajito. Que me convoca en lo vulnerable, lo imperfecto y perecedero. Un misterio capaz de esconderse en lo más mínimo y que por ese mismo motivo se me hace tan inmenso.
Soy fotógrafa, pero, desde mucho antes, filósofa. La combinación hizo que quisiera articular la disposición filosófica al asombro con la captura fotográfica. O sea, cazar asombros con mi cámara. Sabía que el asombro podía surgir ocasionalmente sin buscarlo; pero, si quería vivir una vida de asombros, tenía que entrenarme en el acto de prestar atención de manera consciente, en estar en el presente. Y yo me esmeraba en eso. Además, estaba convencida de que era imposible conmover a nadie, si no me conmovía yo primero. Salía de casa cada día con los ojos muy abiertos, la cámara en el bolso y mi cuaderno de anotaciones. Anotaba todo aquello que escuchaba y me hacía eco. La procedencia era lo de menos. Si resonaba, iba a parar a ese cuaderno. Y así iba por la vida, viajando cuando podía, atesorando asombros.
Hasta que el día menos pensado llegó la pandemia y con ella mi fotografía dio un giro que perdura hasta el día de hoy. Un giro de afuera hacia adentro. Recuerdo muy bien el horrible miedo cuando todo empezó. Mi energía entera estaba puesta en controlar lo incontrolable y que los míos estuvieran bien. Hasta que eso también se me fue de las manos. Sentí una enorme desproporción entre la amenaza y mis recursos: me sentí vulnerable. Empezó a faltarme el aire y junto con el aire, el asombro.
Y así como el miedo llegó sin preguntar, el asombro volvió de la misma manera, pero redoblado. Por ejemplo, cuando planchaba, me parecía que en vez de ropa planchaba texturas. Algunas veces, en vez de apurarme en terminar de planchar, me detenía. Llevaba la tabla de planchar a diferentes lugares de la casa para ver como incidía la luz en las texturas. Sacudía la ropa, especialmente las sábanas, sólo para ver cómo volaban, cuanto demoraban en aterrizar y qué dibujaban en su trayectoria. Sucedía lo impensable: por momentos lo doméstico se salía de lo rutinario y se me hacía poesía. Una poesía digna de ser retratada. Empecé a autorretratarme. Otras veces le pedía a mi hija que fuera mi modelo y me representara. A ella le estoy especialmente agradecida. Me tuvo paciencia.
Hubo también momentos muy íntimos e intensos, en los que sentía que me abismaba toda al ver la existencia entera plantar bandera en lugares tan cotidianos. Como si un portal por donde espiar lo inefable se abriera de pronto en mi rutina y yo quedara suspendida en un tiempo sin tiempo y quieto. Luego, todo pasaba y volvía al ritmo que era. Pero me costaba seguirlo. Quedaba hipersensibilizada. Con la sensación de haber visto el límite de lo sublime esconderse en mi propia casa y tuviera que hacer de cuenta que no hubiese pasado nada.
Empecé a generar espacios de diálogo con ese misterio que me tenía encantada. Mi casa se transformó en un océano infinito que se desplegaba a medida que avanzaba. La luz y los nuevos asombros me dieron el aire que me faltaba. Descubrí que mirar “a través de” se me hacía mucho más interesante que mirar la realidad sin velos. Coleccioné todo tipo de materiales que me permitiera probar nuevas formas de mirar. Creo que mi inconsciente me traicionaba ¿de verdad no hay velos en lo que llamamos realidad?
Busqué también en lugares insignificantes que siempre había creído propiedad de la nada y descubrí que justamente ahí, en lo más callado, en lo menos estridente y en lo más vulnerable habitaba un misterio infinito que me interpelaba. Un misterio que había tenido la delicadeza de inclinarse hacia mí, para que pudiera verlo. Me parecía que se había hecho frágil solo para empatizar conmigo. Tenía mil preguntas que hacerle y se las hacía todas: “Hola misterio, ¿cómo cabes en una flor marchita? ¿Porque hablas tan bajito? ¿Porque te escondes detrás de las cosas? ¿No sería más fácil que te mostraras sin disimulo?” Ese misterio respondía sin palabras, pero conmoviéndome, y yo le respondía fotografiándolo. Nada hay más grandioso para mí que ver a lo infinito caber en lo cotidiano. Parece contradictorio, lo sé; pero, ocurre.
Hay un misterio viviendo en mi casa y se manifiesta de mil maneras. Todas sutiles, jamás estridentes. Susurra, no grita. Habla en el silencio. Su ritmo lo marcan las luces y las sombras y entona melodías que solo se escuchan mirando. Otras veces, la mayoría, es tan quieto que es capaz de suspender el tiempo. Tengo una ínfima y casi ridícula especulación acerca de esto. Pero ¿para qué explayarme? Si de verdad pudiera explicarlo ya no sería misterio. Y a mí me gusta el misterio así, velado.
Hoy en día, puedo salir y entrar de mi casa cuantas veces quiera. Pero ya nada volvió a ser lo que era. Sigo buscando magia, asombros y realidades escondidas tanto adentro como afuera. Pero es acá, en lo cotidiano, en el silencio de mi casa, donde mis diálogos con el misterio son más íntimos y espontáneos.
Acerca de la autora:
Paula Aranoa nació en Buenos Aires, Argentina en 1966. Vivió en San Pablo (Brasil), Barcelona (España) y Ciudad de Mexico. Estudió filosofía, diseño de modas y paisajismo.
Incursiona en la fotografía en la Escuela Argentina de Fotografía. Consolida su trabajo en blanco y negro y de fotografía de autor en la Escuela de Diego Ortiz Mugica (DOM). Realiza talleres de fotografía con Vivian Galban, Ana Sanchez Zinny y Bea Blousson. Participó de diversas exposiciones tanto en Argentina como en el extranjero (Barcelona, Nueva York y Dubai).
Dictó un seminario sobre Fotografía Artística en Blanco y Negro para Sony Alpha Universe y fue invitada a ser Sony Alpha aliada. La ONU exhibe una de sus fotos en la celebración de sus 75 años de existencia. Hoy Paula vive en Buenos Aires y desde allí continúa con sus proyectos.
Equipos:
Cámara: Sony A7 R3
Óptica: Sony FE 4/24-105 G OSS, FE 1.8 50 mm, FE 2.8/90 mm MACRO G OSS
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