Rodrigo Gómez Rovira: ANVERS1996VALPARAÍSO
ANVERS1996VALPARAÍSO
Por Rodrigo Gómez Rovira
A comienzos de los años 90 estaba trabajando en la municipalidad de Colombes, me desempeñaba como fotógrafo municipal.
Fueron dos años de aprendizaje del oficio.
Todos los meses hacíamos una revista que daba cuenta de lo que sucedía en una comuna de 83.000 habitantes.
En esa misma época empecé a tener sesiones con el psicoanalista Ariel Conte.
Las fotos que hacía en la municipalidad, después de dos años, se volvieron rutinarias y estaba decidido a irme a vivir a Chile.
Mi familia ya estaba allá hace unos 5 años.
Era muy raro ser chileno sin conocer realmente Chile.
Quería poder decidir si hacía mi vida allá o acá. Pero para eso necesitaba vivirlo, a través de mi propia experiencia, no solamente por las historias de los adultos que me rodeaban.
En el despacho de Ariel había un grabado en blanco y negro de un barco a vela, como las carabelas de los navegantes aventureros del siglo XV. Cuando estaba sentado frente a Ariel, el cuadro quedaba a mi izquierda. Nunca lo observé realmente en detalle.
Después de dos años, con una sesión por semana, quise pasar a la posición acostada en el sofá que, según el psicoanálisis, permite una implicación más profunda, una liberación del habla y de la mente.
Al acostarme me vino una angustia y no quise repetir la experiencia, duré sólo una sesión así. Pero en esa posición vi el cuadro del barco de frente y se me ocurrió que así tenía que volver a Chile. Sin apuro. Dejando Francia, navegando donde no fuese ni Chile ni Francia para luego llegar.
Mi experiencia en el diván fue muy breve, pero me dio una muy buena idea.
El acuerdo con la compañía era simple, 1000 dólares en efectivo en manos del capitán. Ese valor me daba derecho al viaje de Amberes a Valparaíso el tiempo que durara, con 3 comidas al día.
Subí a bordo, le entregué la plata al capitán y me dijo: “Ahora eres un tripulante más, estás bajo mi mando y tu única obligación es llegar antes de la hora de zarpe en los puertos que paremos, no te voy a esperar si no estás”.
Me ofreció un brandy y me indicó mi cabina.
Llevaba en esos baúles un poco de ropa, unos libros, mis discos, una cámara de placa, una ampliadora, una radio, una lámpara de velador, un mapa del mundo que me había regalado mi viejo y mi Leica con la que hice las fotografías del viaje.
Mi cabina era la 212. Tenía una cama de plaza y media, un sillón con una mesa que me servía de escritorio y una sala de baño.
Toda la tripulación era polaca, eran 23 marinos y la bandera de la naviera también era polaca.
Como a los 5 días de navegación tocaron a la puerta de mi cabina.
Me preocupé. Pensé que algo había hecho mal.
Abrí y ahí estaba un hombre de más de un metro ochenta de estatura. Con un bigote amplio y colorín.
Me miró a los ojos y me dijo: “Rodrigo, coman drink a vodka…” No podía fallarle al desafío.
Nos juntamos en su cabina con otro marino más.
Los dos eran mecánicos, Kuciñski Adam y Manciniak Stanislas. En la mesa había dos botellas de vodka, una bebida dulce gaseosa y un frasco de pepinillos. Deben haber sido como las 4 de la tarde.
Empezamos a tomar, me contaron de sus vidas de marinos, pero sobre todo querían saber quién era yo. Me confesaron que pensaban que era un activista de Greenpeace que estaba espiando.
Finalmente se convencieron de que no era el caso. En menos de dos horas ya no quedaba una gota de alcohol. Me debo haber tomado media botella y ellos el resto. Al salir de la cabina, no supe encontrar el camino hacia la mía.
Me perdí y me demoré una eternidad en volver a encontrarla. Estuve 48 horas sin salir de mi habitación, recuperándome. Ellos reanudaban su turno a las 8 de la noche esa misma tarde. Sin duda habían sido enviados por toda la tripulación para disipar dudas sobre el motivo de mi viaje.
La única vez que tuvimos mares agitados que no nos permitieron mantenernos en pie fue en el Canal de la Mancha. Subí al puente de mando y pasé toda la noche ahí, toda la tripulación navegaba muy concentrada. Uno veía cómo la proa se enterraba en la masa negra del mar y luego se elevaba hacia las estrellas.
Luego de hacer escala en Bilbao empezó la travesía del Atlántico.
15 días de sólo mar y cielo. Tomé conciencia de un estado que nunca he vuelto a experimentar. La ausencia del tiempo.
Al no tener ninguna obligación, nada me relacionaba con las tensiones de la vida cotidiana.
Una situación surrealista.
Podía leer un libro durante 3 días sin interrupción. Quedarme varias horas contemplando las aves marinas que se aprovechan de las corrientes de aire provocadas por el desplazamiento del buque, para viajar largas distancias. Comer.
Ver una película en polaco en el salón de la tripulación. Compartir un trago con el capitán.
Escribir.
Escuchar música.
Hacer ejercicio en la cubierta.
Hacer fotografías.
Dormir.
Ducharme y volver a dormir.
Comencé este viaje escuchando la radio sincronizada a ondas francesas y luego durante varios días no pude escuchar nada hasta que la radio empezó a transmitir en español. Este mismo artefacto cambió de identidad durante el viaje.
Durante toda la travesía del Atlántico escribí varias cartas, a la novia que dejaba, a mis amigos y amigas franceses, a mis viejos y hermanos en Chile. Cuando llegamos a Puerto Cabello en Venezuela lo primero que hice fue buscar el correo para enviar las cartas.
Era un edificio colonial bien desgastado. Con un gran hall de entrada de techos altos, un mesón de madera al fondo y un piso con viejas baldosas. Estaba atendiendo una mujer. Me acerqué y antes de que yo le hablara me dijo:
“¿Hola mi amol, que tú quieres?”.
Nunca antes me habían recibido así.
Había llegado a América Latina.
Llegamos a la bahía de Valparaíso el 30 de junio 1996.
No pudimos atracar porque el puerto estaba lleno. Veía las luces de Valparaíso. En mi radio escuché los partidos de fútbol del campeonato que se jugaba. Universidad de Chile, Audax Italiano, Wanderers, Colo-Colo, nombres tan comunes en mis oídos pero de los cuales no sabía nada.
Desembarqué el 1 de julio, día de cumpleaños de mi hermano Gonzalo. Después de caminar un poco por Valparaíso, llamé desde una cabina telefónica del puerto para decirles a mis hermanos que había llegado. Mis padres estaban en Francia trabajando.
Al día siguiente llegaron Fernando y Gonzalo. Me despedí de la tripulación, cargamos mis dos baúles en el auto familiar y nos fuimos a Santiago donde empezó mi vida en Chile.
Quizás la victoria más importante que tuvieron nuestra madre y nuestro padre, de todas las batallas que dieron, fue lograr que sus tres hijos vuelvan a Chile y hagan sus vidas en este sur del mundo. De alguna manera es la revancha que tuvieron frente al dolor del exilio.
Acerca del Autor:
Si Rodrigo Gómez Rovira permanece apegado a la dimensión documental en su obra, siempre le da una envergadura literaria. Porque, en última instancia, el tiempo y la memoria están en el centro de sus preocupaciones y guían los conjuntos de imágenes que elabora como cuentos, a su vez poéticos y narrativos, emocionales y descriptivos.
El libro es, naturalmente, el modo de expresión privilegiado. Una reconstrucción temporal que ofrece una narrativa que el lector debe elaborar. Un pasado visto sin nostalgia acompaña un presente basado más en impresiones y puntos de vista que en material documental.
Christian Caujolle
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