Rafa Badia
Soy de una isla bañada por el océano Atlántico, un pequeño trozo de tierra rodeada de intenso azul, bajo el soplo casi constante de los vientos alisios. Mi familia se trasladó a Madrid cuando yo tenía 12 años. Cada día echaba de menos el mar. Por fortuna, podía consolarme con el cielo casi siempre limpio y puro propio de la meseta donde se asienta la capital de España.
Cumplida ya la treintena elegí a Barcelona, o ésta me eligió a mí; todavía no lo tengo claro. Tener el mar cerca me reconforta, así como contar la mayoría de los días del año con la luminosidad del cielo en el Mediterráneo.
La primavera estuve confinado casi 60 días sin salir de casa, como la gran mayoría de mis compatriotas. Una pequeña montaña, Montjuic, se interpone entre la costa y el pequeño balcón de mi vivienda. El cielo y el vuelo de las gaviotas hicieron el encierro más soportable. Al revisar mi archivo fotográfico sobre Barcelona reparo en el elevado número de imágenes donde el mar, el cielo o la evocación de ambos está presente. Barcelona tiene, en mi estado de ánimo, el color de la línea del horizonte.
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